“Mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer”, o “más vale pájaro en mano que ciento volando”... la sabiduría popular recoge la preferencia de la mayoría de nosotros por lo seguro, lo predecible.
Nuestro cerebro es muy bueno estableciendo patrones, así que “sin darnos cuenta” tendemos a escoger siempre, por ejemplo, un mismo tipo de películas o libros, un mismo estilo de ropa o peinado, el mismo camino para regresar a casa... una inercia cómoda que nos aporta una certidumbre a la que agarrarnos, que nos libera de la ansiedad de tener que elegir o de lo desconocido. Y es que lo rutinario en los albores de la humanidad le vino muy bien a la especie humana, acechada por los depredadores, amenazada por hambrunas u ocupada en encontrar refugio... aquí encontrar una rutina segura era crucial para la supervivencia, por ello precisamente se gravó a fuego en nuestros evolutivamente viejos cerebros.
Quedarnos en la zona de confort puede impedirnos desarrollar nuestro potencial.
Esta búsqueda de seguridad física también se extiende a la emocional, pero el mecanismo evolutivo de supervivencia, al hombre moderno le pasa factura. No quiere decir que la zona de confort sea mala, ésta nos sirve para protegernos; para no sobrecargarnos de estrés o ansiedad y prevenirnos de hacer algo que pueda poner en peligro la vida o la tranquilidad; sin embargo, quedarte en la zona de confort por mucho tiempo puede impedirnos experimentar cosas nuevas, aprender de ellas... desarrollar nuestro potencial. Estar en nuestra burbuja de seguridad no nos produce reactividad, porque realizamos actividades rutinarias que nos producen una ansiedad neutra. Todo lo que sea salir de ahí nos puede generar ansiedad, temor... en definitiva: sufrimiento y a nadie le gusta sufrir; por eso a pesar de sentirse infelices o insatisfechos, la tendencia natural de muchos es permanecer en su zona de confort.
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